Meco...
La noticia nos sorprendió a todos. A Meco lo mataron en Miami, le dispararon a quemarropa; murió instantáneamente. Todos en el barrio estábamos dolidos por su pérdida. Nadie daba crédito a lo ocurrido.
Los días pasaban lento, pesados, a la espera del féretro con el cuerpo de Meco. Era agosto, pleno verano. El calor fue insoportable ese año. El cuerpo llegó jueves, pasada las diez de la noche. Un mar de gente se conglomeró frente a la casa para recibir y dar el último adiós a quien fue el alma del barrio. Todos nos lanzamos hacia la ambulancia que traía consigo la carga fatal. Queríamos ver si era cierta la realidad que nos había amargado una semana atrás. Empujamos, como si verle primero implicara un premio, tanto fue el alboroto que hicimos perder el equilibrio a los que llevaban sobre sus hombros el ataúd, el cual rodó y se abrió dejando salir el cadáver que llevaba dentro. La histeria reinó, mi impresión fue tanta que no tuve conciencia de lo que pasó después. Sólo recuerdo que me empujaban y yo empujaba. Logré salir del pandemoniun que se había armado, mas bien me sacaron a la fuerza. Ya fuera del desorden me sentí avergonzado con la familia, con la memoria del difunto por haber formado parte de la locura que nos cegó.
Regresé a mi casa luego que la familia de Meco pudo sacar a la turba enloquecida y decidir que el velatorio sería a puertas cerradas para evitar un caos mayor. Pero olvidaban que Meco no sólo era de ellos, era propiedad del barrio y todos estábamos tristes por su muerte.
La calle a oscuras por el apagón de cada noche me obligó apurar el paso y salvar con rapidez la media cuadra que separaba mi casa con la del finado. Ya en la habitación recordé esa alegría perpetua de mi amigo, los momentos en que siempre estaba dispuesto para todos en el vecindario. Me encantaba ir al cine con él, lo malo es que siempre nos acompañaban todos nuestros amigos. Sentarse a su lado era un honor. Cerré los ojos y entré los ronquidos de mi hermano, con el que compartía alcoba, y la imagen del cuerpo rodando por tierra no me permitieron conciliar el sueño. Me puse de pie, ya que la puerta de la habitación estaba abierta y necesito sentir la seguridad que ofrece una recámara cerrada. De regreso al lecho, noté que tras las persianas alguien me observaba; me tiré en la cama sin mirar al extraño. Levanté con temor uno de mis brazos para ir cerrando las persianas. El calor nos iba a sofocar, pero mejor así. El chirrido de las bisagras de la puerta me avisó que no la había cerrado bien. Decidido esta vez a hacerlo bien me levanté con ímpetu, vi la figura de un hombre parado justo en medio de la puerta. Busqué refugio en las sábanas y cubrí mi cabeza con la almohada, cerré con fuerzas mis ojos, pero una poderosa atracción me obligaba a mirarlo; él por su parte continuaba en su posición, sin mover un músculo como estatua de carne y huesos, era Meco!.
Temiendo lo peor, me armé de valor y pasé a la cama de mi hermano, entre los dos podríamos con él. Le abracé por la espalda y metí la cabeza debajo de su cuerpo. Estaba temblando, pero con mucho alivio descubrí que todo había sido producto de un mal sueño. Volví a mi cama bajo las amenazas e insultos de mi hermano, gritándome si yo era maricón, que se lo iba contar a papá en la mañana, sentí vergüenza de haber actuado así producto de una pesadilla. Abrí todas las persianas, nadie estaba afuera como lo imaginaba, todo tranquilo. Me acosté de nuevo intentando esta vez tener un descanso placentero. Desde fuera llegaron ruidos de personas corriendo y gritando como locos, a medida que se acercaban pude escuchar con más claridad: Corran, corran, Meco se levantó del ataúd y viene matando a todo el que encuentre a su paso. No lo escuché dos veces, estaba ya de pie, abrí el closet y buscaba ropa que ponerme, al intentar ponerme los zapatos perdí el equilibrio y caí de la cama; desperté de nuevo, otra pesadilla, no era mi noche, sino la de Meco. Decidí ir al baño a tomar una ducha, sudaba como jornalero. Al salir de la habitación me fijé que la puerta principal de la casa estaba abierta y alguien estaba allí parado con los brazos extendido, apoyados en los marcos, me sonreía, era Meco de nuevo!. Esta vez no era pesadilla, estaba despierto, conciente de lo que tenía en frente, me congelé por varios minutos, él tampoco se movía, me observaba, yo también le miraba, pero a diferencia de su buen estado de animo, mi terror era atroz.
Después de mucho pensarlo, decidí enfrentarlo, Meco no me haría daño, de eso no me cabía duda; si algo él quería, valía la pena el susto, yo se lo debía. Cerré los ojos y caminé a tientas a su encuentro, me apoyaba en las paredes del pasillo; él dirá. Al extender el brazo sentí una piel desnuda, fría, pregunté : Meco, qué tú quieres?.
-Poder dormirme y ya no pensar en Meco, por lo menos esta noche.- Sorprendido, comprobé que era mi hermano quien estaba de pie en la puerta, al igual que yo había tenido lo suyo con el difunto.
-No me lo vas a creer, a mí también me pasa igual- Le dije.
-Ven, vamos a ponernos ropa, yo se donde él nos va a dejar tranquilo- Me dijo mi hermano.
Emprendimos camino hacia el velatorio en silencio, si tenía oportunidad, le halaría el dedo gordo de su pie derecho. Dicen que eso espanta el miedo al muerto. Ya todo había vuelto a la normalidad en la casa, sólo la familia y unos pocos vecinos estaban presentes. Imagino que muchos pensaron cuando nos vieron allí, que fuimos para estar cerca de Meco, pero la realidad es que queríamos huir de él y el mejor sitio para escapar de un alma en pena, es el lugar donde se le está velando.
NOTA: En memoria de Emerito Santos Reyes (Meco) por tus sonrisas.
1962-1981
Rafael Rodríguez Torres
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