Volar...
Aquella tarde de agosto de 1985 fue un día diferente a los anteriores que había vivido. Puedo decir que mi vida tuvo un antes y un después. Contaba con diecisiete años recién cumplidos; ya era bachiller a puros tropezones pero lo había logrado. Desperté aquella mañana de agosto emocionado, era el día que me tocaba inscripción en la universidad y a pesar de que no estaba seguro en lo que iba a estudiar sentía que empezaría a vivir una vida de adulto desde el primer día de clases. Mamá quiso que fuera doctor, papá se empecinaba por el derecho, yo odiaba ambas carreras.
Al mediodía llamó mi amigo de toda la vida Eddy, al que todos conocían por "el jabao" por ser de piel blanca como la leche y tener su cara llena de pecas que le daban un aspecto de leopardo humano. Me contaba Eddy con una alegría desbordante que esa misma tarde un buscador de talento iba a ir a verlo al estadio de baseball donde practicaba. Seguido lo imaginé haciendo las atrapadas sensacionales en la tercera almohadilla donde se desempeñaba en la defensa. Le vi con su bate pegarle con ambas manos a la pelota hasta desaparecerla por la pared del outfield. Era seguro que le contratarían. Quedamos en que pasaría a verle si me alcanzaba el tiempo seguido saliera de la universidad, colgamos.
Papá regresó como siempre lo hacía, a las 12:25 de la tarde. La comida debía estar lista para cuando llegara. A la una en punto terminaba y dormía una siesta de exactos quince minutos los cuales eran una especie de toque de queda en la casa, estaba prohibido hasta el menor de los ruidos. Al despertar mamá le servía el postre, luego el café. A la una y cuarenta y cinco se marchaba de nuevo al trabajo. Era durante el postre que esperaba que me entregara el cheque de pago de la inscripción en la universidad. Aquella tarde mamá se esmeró con un dulce de cerezas bañadas en almíbar, estaba delicioso. Nos sentamos cada uno al extremo del viejo quien siempre ocupaba la silla principal.
Sacó la chequera luego de terminar el platito de dulce. Escribió con letras redondas y perfectas el nombre de la institución, el importe, la fecha; sólo faltaba su firma. "Vas a estudiar derecho como acordamos? preguntó. "Sí" mintió mamá. "No!" dije desafiante. "Y qué coño quiere estudiar el señorito?" preguntó visiblemente enfadado. "Filosofía y Letras, quiero ser escritor" le dije lleno de valor. De repente detuvo el lapicero justo antes de plasmar su rúbrica. Por sus ojos se desparramaron la rabia que dejó escapar en un resoplido como caballo llevado al trote. Levantó el cheque a la altura de mi cara y lo rompió en pedacitos que fue dejando caer en la mesa mientras dijo:"Pues vete donde Isa Conde para que te pague tus estudios que yo no pienso financiar la educación de otro comunista de mierda". Tal parece que sintió que sus palabras no surtieron el efecto deseado por lo que estampó su puño en mi boca. Luego, una andanadas de bofetadas y manotazos nublaron mi visión y razón; no supe bien lo que hice o dije en aquel momento. De pronto paró de pegarme, se agarró el cuello con las dos manos y cayó al suelo con la mirada perdida y sin vida. La cuchara del postre había desaparecido de mi mano, la vi alojada en su cuello. La sangre empezó a manar como corriente de río, nada la detuvo.
Salí corriendo sin fijarme en que mamá había quedado petrificada en su silla. Corrí por las calles de mi barrio sin pensar lo que hacía, me interné en unos matorrales que llevaban hasta una montaña que colindaba con las casas del vecindario. Vine a parar justo en la cima de la loma que da hacia el río Yaque; exhausto caí al suelo sin poder casi respirar. Poco a poco me fui tranquilizando y empecé a llorar. Lloraba por lo que había hecho, por mamá, el sufrimiento que le había causado. Lloraba por mi, nadie me salvaba de unos diez años en la cárcel. Diez años de mi vida!. Mi vida estaba jodida, saldría con unos veinte y siete años de edad y un expediente por muerte en mi curriculum, y no cualquier muerte. Mis lágrimas se fueron apagando hasta quedar dormido.
Al despertar supe que debía ponerle fin a mi vida. El haber parado justo en el risco de la loma era una señal de que tenía que lanzarme al vacío y volar hasta caer al agua. La caída de unos cuatrocientos metros sería suficiente para conseguir mi objetivo. Me puse de pie para saltar con los brazos abiertos y los ojos cerrados. Iba a saltar para purgar mi crimen pero tuve miedo a morir, el suicidio es una forma poética de terminar con un dolor, pero no todos poseemos las herramientas necesarias para escribir un verso. Estando de pie al borde del precipio pude distinguir el estadio de baseball donde Eddy, "el jabao" jugaba cada tarde. Le distinguí seguido con su uniforme blanco y vivos azules. "Después que agote un turno al bate me lanzo" dije para llenarme de valor a saltar. Eddy se paró en el home plate y le pegó fuerte a la pelota como era su costumbre. Corrió por las bases con su habitual alegría al jugar al baseball. "El maldito es bueno" me dije. Me sorprendí aplaudiendo la jugada y me otorgué otro turno de Eddy antes de lanzarme a volar. El turno no llegó; al su equipo regresar a cubrir el terreno Eddy fue sorprendido por un batazo potente y rasante, la pelota se detuvo en una de sus piernas. Cayó retorciéndose de dolor, todos corrieron en su auxilio. Yo quedé sorprendido por lo ocurrido y sin pensarlo dos veces salí corriendo hasta el estadio. Llegar me tomó unos diez minutos, ya le montaban en una ambulancia de la Cruz Roja que por casualidad pasaba por allí. Al mentirle a unos de los camilleros diciéndole que era su hermano no puso objeción en que les acompañara. Eddy se había desmayado.
Llegamos a la emergencia del Cabral y Báez y a Eddy lo tiraron en una de las sillas de la sala de espera junto a un grupo de paciente que entre quejidos y lamentos esperaban por ser atendidos. Pasaron las horas y nadie se acercaba a nosotros por lo que tomé la iniciativa y fui por un ortopeda. Luego de mucho preguntar di con el especialista de turno que estaba sentado en una oficina leyendo placidamente una revista de "Mad" en inglés. Le expliqué el caso y el tiempo que teníamos esperando sin que nadie nos atendiera. Apenas me miró al pasar de una página a otra. Con voz pausada y con un dejo de hastío dijo:"Dile a tu amigo que tenga paciencia, ya le falta menos por esperar que cuando llegaron". Entendí su mensaje seguido, hasta que no terminara de leer la puta revista no se iba a parar a atender a mi amigo.
Pasaron unos veinte minutos cuando el ortopeda se paró en la puerta de la emergencia y con dos de sus dedos me indicó le siguiéramos. Señaló una camilla y allí le acosté. Miró la pierna con aburrimiento y a sangre fría colocó el hueso de nuevo en su lugar; el grito de Eddy se escuchó por
todo el recinto; seguido perdió el conocimiento. No le tomaron radiografía a pesar de mi insistencia, compramos un par de muletas y el médico simplemente nos dio por receta un:"Regresen en tres meses para retirar el yeso".
Salimos caminando despacio, con cada paso un nuevo dolor afloraba por todo su cuerpo. Llegamos a su casa casi a las diez de la noche. Lo ocurrido en mi casa lo había olvidado por completo, fue cuando unos vecinos que al verme salieron a mi encuentro y me llevaron aparte del resto y con cara severa me dijeron:"En tu familia ha ocurrido una desgracia". Guardé silencio ante el asombro por la forma como me contaban lo sucedido. "Tu madre acaba de asesinar a tu papá". A pesar de haber transcurrido unas ocho horas, decir que acababa de ocurrir le daba otro matiz al asunto.
Corrí hasta mi casa, estaba confundido. Unas patrullas de la policía estaban estacionadas fuera. Un numeroso grupo de personas se conglomeraba alrededor de la casa. A mi paso pude escuchar a varios decir en voz baja:"Es el hijo", "se lo han contado ya?", "Hay que decirle lo ocurrido". Un oficial me cortó el paso y le preguntó a una de las vecinas que encendía unos velones en la sala. "Este es el hijo?". Con la respuesta de la vecina me sacaron de allí a pesar de protestar e insistir ver a mi madre, el oficial se limitó en decir:"por ahora es imposible".
Al siguiente día fui bien temprano al cuartel general de la policía a entregarme. Un coronel de homicidios que estaba a cargo de la investigación me recibió en su oficina. Luego de escucharme en silencio dijo que me admiraba por el valor demostrado al querer salvar a mi madre de la prisión. Dijo que las pruebas en su contra eran muchas e irrefutables, aparte de su confesión. Me explicó que no encontraron ningún cheque roto por la casa y donde dijo se caía mi participación en el homicidio fue que el hecho ocurrió en la habitación y no en el comedor como había contado. Dijo lamentar mucho mi desgracia y me instó a salir adelante a pesar de todo. No tuve más remedio que marcharme.
En menos de seis meses a mamá la condenaban a treinta años y un día. Se mantuvo en silencio durante el juicio. Cada domingo desde entonces voy a visitarla a la cárcel pública San Luis. Nos sentamos uno al lado del otro y no hablamos, dejamos pasar las horas sin decir nada, de vez en cuando le tomo de la mano pero no responde mi caricia, como si no tuviera voluntad propia.
La pierna de Eddy fue empeorando. Cuando regresó al cabo de los tres meses al hospital y ver el estado en que se encontraba, le intervinieron de urgencia. No le pudieron salvar la pierna, tampoco su carrera como jugador de baseball. De vez en cuando le visito, al igual que me pasa con mamá, nos sentamos en la galería de su casa y no hablamos. Nos quedamos en silencio sin decir nada, dejamos pasar el tiempo.
Yo fui a parar a casa de mis abuelos maternos. Ya estoy cursando el tercer año en la universidad, no veo la hora en que me reciba como abogado y poder así iniciar el proceso de apelación de mamá.
Nota:Para José Miguel Espinal.
Rafael Rodríguez Torres
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