sábado, 14 de mayo de 2011

Leyendas Urbanas...

La Venganza de Simeón…

Por más de sesenta años Simeón había ejercido la función de jardinero en la casa de la familia Aybar, fue la muerte quien se encargó de jubilarlo de sus labores una mañana tranquila de junio. Nunca se supo sobre su pasado, de dónde vino, si tuvo mujer, hijos.

La casa de los Aybar era la más grande de todo el barrio. Era una casona de madera de varias plantas y con un patio enorme que mas bien parecía una porción de la selva Amazona en mitad de Santiago. El jardín estaba siempre florecido y cuidado con delicadeza por Simeón, rosas y orquídeas predominaban y su aroma se impregnaba en quien por allí pasaba. El patio pasaba entonces a su espesura por la gran cantidad de árboles frutales que habían sembrado en la propiedad, mangos, guayabas, cajuiles habitaban a montón y era el interés de mi hermano y mío que con la ausencia de Simeón y su celo enfermizo por evitar que tomaran hasta una simple cereza, todo iba a estar a nuestra disposición.

A pesar de su férrea vigilancia siempre nos la ingeniamos para burlar su control con un plan sencillo pero eficaz, yo llamaba su atención por uno de los linderos de la propiedad al gritarle cuanto insultos me llegaban a la cabeza en el momento, del otro lado mi hermano metía en una mochila docenas de frutos maduros y listos para saborear. Simeón se enfrascaba en perseguirme con una vara de madera que prometía romperme en el espinazo si me atrapaba. Me subía en uno de los muros del fondo que eran bastante alto y no podía alcanzarme. Se quedaba debajo mirándome con una ira incomprensible, entonces guardaba silencio y se iba a sentar debajo de algún árbol para evitar que yo penetrara de nuevo.

Con el tiempo se fue cansando del juego y en las últimas semanas ni se molestaba en siquiera amenazarme, sentado en una silla de guano debajo de un naranjal con la mirada perdida como si estuviera ya muerto, la única señal de vida que daba era al silbar una bella melodía que ejecutaba con tal perfección que era un deleite escucharle. No se cansaba de silbar, yo tampoco de escuchar, era como si con cada tonada evocara un viejo amor que hoy sólo los rosales traían a su memoria.

A Simeón no lo velaron al morir, lo llevaron directo al cementerio donde lo enterraron en una fosa común, nadie le lloró. Al entierro sólo asistieron uno de los miembros de la familia para la cual sirvió casi toda su vida y el sacerdote de la parroquia. Nosotros no le guardamos luto y a la semana atacamos con furia una mata de guayaba. Luego de depredar la mata nos tiramos debajo de una de tamarindo a disfrutar el manjar, esa misma tarde en plena comilona el viento nos jugó una broma pesada, fue lo primero que pensamos, y deslizó hasta nuestros oídos la bella melodía que Simeón siempre silbaba. No lo pensamos dos veces y corrimos sin parar hasta llegar a nuestra casa.

Regresamos al patio convencido de que todo fue producto del viento, pero de nuevo escuchamos la melodía y de nuevo corrimos. Esta vez no pudimos buscar una excusa razonable y por unanimidad decidimos no regresar al patio de la casa Aybar.

Todo hubiese quedado hasta ahí de no haber sido porque una mañana escuché la melodía de Simeón en un solitario pasillo de la escuela cuando iba en busca de mi hermanita en el maternal. Corrí hasta el aula donde estaba mi hermano que simplemente dijo: ¨¡Hay que buscar ayuda!¨

A pesar de que mis padres eran religiosos a extremo, mamá era bien accesible y se puede decir que hasta permisiva con las travesuras que hicimos en la niñez y adolescencia. Por ello fue la elegida para exponerle el problema que nos acosaba. Nos escuchó en silencio pero siempre atenta de nuestra confesión y el evento sobrenatural que vivíamos. Si se enojó nunca lo demostró, su rostro, diría, fue de franca preocupación.

-Debemos ir donde el Padre Carlos y contarle-Dijo.


Para ir a la iglesia era obligatorio pasar frente a la casa de los Aybar por ser esa una calle sin salida y nosotros vivir casi en el fondo de la misma, de nuevo escuchamos el ahora macabro silbido de Simeón, y mamá junto con nosotros se dio a la fuga. Llegamos a la parroquia con el alma en vilo, le contamos como pudimos al Padre que nunca puso en duda la historia por el respeto que mamá se había ganado en la comunidad. El padre dijo que eso era el alma de Simeón que estaba penando, con una misa y confesión de los ofensores se solucionaba todo.

Siempre había tenido mis dudas sobre los secretos de confesión, para sorpresa nuestra todos en el barrio se enteraron de las ¨apariciones¨ del difunto jardinero. Dos días después una vecina juraba haber escuchado a Simeón al pasar frente a la casa de los Aybar. La histeria se desparramó por las calles del barrio por lo que se buscó al padre para llevar a cabo una misa en pleno patio.

El cura llegó de sotana y dos monaguillos como pajes de boda. Fue sacando de un bultito un potecito de plástico con el agua bendita, un rosario y otras cosas que no pude reconocer en el momento. Casi todos los vecinos se unieron a nosotros y la familia Aybar que accedieron de mala gana por decir que todo eso era charlatanería de muchachos majaderos y malcriados.

El rito inició con el Padre lanzando agua bendita por todos lados al momento que nos arrodillamos dándonos golpes en el pecho mientras rezábamos el santo rosario. Prosiguió el padre con una letanía en latín que cargaron mucho más el ambiente que de por sí ya era pesado. Pidió que nos pusiéramos de pie y le siguiéramos, entonces todos incluyendo al cura y los incrédulos Aybar escuchamos a Simeón, el temor se apoderó del grupo. El padre Carlos invocó a todos los santos conocidos para que le mostraran al difunto el camino hacia el paraíso. La dueña de la casa interrumpió al padre y gritó:

-Simeón, tú necesitas algo? Una novena? Estamos aquí para complacerte, habla, di lo que te hace falta!-

Avanzamos por el patio siguiendo el origen de la melodía entre los árboles, llegamos hasta un pequeño estanque y para sorpresa de todos encontramos a una nieta de la dueña de la casa que con apenas unos siete años imitaba fielmente la melodía que entonaba cada día Simeón. Al preguntarle la abuela porqué lo hacía, respondió:

-Porque estos dos, señalando a mi hermano primero y luego a mi, siempre se burlaban del pobre Simeón. Al ver que se asustaron me sentí bien y hasta en la escuela los asusté-

-Bueno, todos a sus hogares, aquí no ha pasado nada- Dijo el Padre Carlos.

Nos dimos la vuelta y caminamos despacio y en silencio. La melodía se escuchó de nuevo y todos miramos a la niña que iba abrazada a su abuela y ni siquiera había hablado, volteamos asustados hacia el patio y fuimos testigos como los silbidos de Simeón se fueron alejando hasta perderse en el fondo de la propiedad.

A la niña se la llevaron a vivir a Miami con sus padres, mi hermano y yo nunca nos arriesgamos de nuevo a pisar el patio de la casa Aybar a pesar de que los silbidos de Simeón jamás se volvieron a escuchar. Ha pasado el tiempo y todavía al pasar frente a la casa una especie de escalofrío se apodera de mi ser, quizás sea Simeón que no está satisfecho con su venganza, o que en realidad me remuerda la conciencia.

Vi Ho Purgatto Ancora!

viernes, 13 de mayo de 2011

Una escritora invitada...

Saludos amigos lectores, no los he abandonado, es que sigo enredado en la mirada de Abril, ya regreso pronto, antes de lo que imaginan, mientras tanto les dejo parte de sus encanto, los que me tienen hechizado...

Ella, simplemente ella.

Yo era la poesía, que ocupaba tu espacio,
La que vivía desnuda bajo tus sabanas y tus sentidos.
Aquella que se perdía por momentos en tu piel,
La que reconoces a ciegas en un beso,
La que dejaste ir a un largo viaje,
Esa… si… ¡esa!, te arrancó el alma en un instante.
Llevándose en su corazón, aquel brillo inmenso de tus ojos.
Ella…si… ¡ella!, siempre permanece,
Porque todavía recordarla te estremece.

Abril Dronbjak 2011