jueves, 22 de enero de 2009

Gloriosos años 70's...

Otro Jueves Cobarde...

"Otra tarde que no arde, esta tarde sin pasado mañana.
Otra tarde tan cobarde, esta tarde que no prueba manzanas.
Otro jueves que no sabe bajarse ni los pantalones.
Otro jueves que anda dando lástima por los rincones
de esta tarde en coma 2." Joaquín Sabina(Otro Jueves Cobarde).

Era jueves, lo recuerdo como hoy y les juro que era jueves. Los jueves siempre han sido especiales de una manera u otra para mi. Ha de ser porque nací un jueves de agosto de 1968 ó porque es el preludio del fin de semana. Aquella tarde de 1973 caminaba con mi madre por el centro de la ciudad de Santiago. Con su mano agarrada bien fuerte contemplaba todo a mi alrededor, es que desde niño he sentido un inexplicable placer por observar a las personas sin importar no conocerle. Entramos en el Parque Duarte y allí nos detuvimos ante mi insistencia para que mamá me comprara un helado Frigor que allí vendían en una caseta de expendio. Recuerdo el monto a pagar, 10 centavos. Mientras mamá esperaba por el cambio, y sin ser el helado suficiente placer para mi inquieto ser, di riendas sueltas a mi extraño placer de mirar detenidamente a las personas. Mi primera víctima fue un rifero de la lotería nacional que clamaba tener en sus manos el premio gordo del domingo siguiente. No me detuve mucho en el rifero y seguí paseando mis ojos por las bancas del parque. Me topé con una pareja de ancianos que conversaban tranquilamente en una de las bancas. El, señor de tez blanca como su pelo, con una boina negra, calada al estilo del Ché, que luego deduje era uno de los tantos gallegos que llegaron huyendo de la guerra civil española a nuestra ciudad. Ella, de pelo negro a fuerza de tintes, de piel arrugada como papel usado pero con un rostro noble como el de la abuela. De no haber ojeado a la siguiente banca les aseguro que me hubiese quedado con ellos, pero el destino nos tiene reservado sorpresas en nuestras vidas que es imposible evitar. Lo primero que me llamó la atención del hombre que estaba sentado en la siguiente banca era un paquito que tenía abierto entre sus manos de Tarzán, el rey de los monos. Seguido lo asocié con mi hermano mayor que coleccionaba cientos de ellos. El hombre que a mi juicio no llegaba a los treinta años, exhibía orgulloso un afro en su pelo a lo Jim Kelly en Operación Dragón. Camiseta negra bien pegada al cuerpo con trazos blanco que asemejaban llevar un smoking. Pantalones marrones campanas y unos zapatacones color champagne muy de moda para aquel tiempo. Le miraba y miraba a mi hermano, a mi pobre hermano que tuvo que huir para no ser asesinado por los esbirros del dictador enano. De nuevo el destino me hizo complice de su tragedia y desvié la mirada como si me hubiese llegado un aviso, es que al frente estaba el cuartel principal de la policía nacional. Unos cinco uniformados estaban parados en la entrada del recinto. Sin mediar palabras tres de ellos cruzaron la calle con sus macanas en manos. El primer golpe se lo asestaron por detrás y con el golpe la sangre manchando las páginas del paquito. El hombre cayó sin sentido lo cual parece animó a los otros policía a emprenderle a palos sin piedad alguna. Mi madre asustada me tomó con fuerzas y casi me arrastra en su desesperado andar, pude ver la pareja de ancianos que al igual que mi madre casi corrían por alejarse lo más pronto posible del lugar. El rifero, el vendedor de helados como por arte de magia también habían desaparecido del parque. Aún retumban en mis oídos los pasos apresurados de los zapatos de mamá al chocar con las baldosas del parque. Llegamos a la casa y no hablamos del tema nunca.

Con apenas cinco años comprendí el significado de la palabra cobarde. Desde aquel día fue cuando empecé a escuchar palabras como tirano, banda colorá, represión y otras que no me llegan a la mente ahora. Fue ese jueves de 1973 cuando una parte de mi dejó de ser el niño que era, cuando ya no fui tan inocente y vi la vida con colores funestos y macabros. La vida ya no era el patio de la casa donde jugaba con mis hermanos y apenas salir para ir a la escuela o los domingos a los matinée del teatro Odeón.

Pasaron los jueves, las semanas y los meses, incluso pasaron años y fui creciendo sin olvidar aquella tarde de jueves de 1973. Caminaba por una de las calles del centro con mi adolescencia a cuesta cuando vi un señor mayor con un hombre de mediana edad al cual llevaba sosteniendo del brazo. No me cupo la menor duda de que era el joven que leía el paquito de Tarzán, el rey de los monos. Era el mismo rostro pero ya no la misma mirada que devoraba las letras de la aventura en la selva africana. Ahora su mirada perdida en un mundo distante al nuestro, fuera de nuestra realidad. Era su mundo donde se podía dar el lujo de pasar de ser el lector al mismo protagonista de sus aventuras. Le recordé y nunca lo he olvidado por la relación que guarda con mi hermano mayor, el que tuvo que huir y tuvo mucho mejor fortuna que aquel joven del afro a lo Jim Kelly en Operación Dragón.Fui feliz por un momento al verlo a pesar de su estado; fui feliz por mi aunque parezca egoísta, porque descubrí que no había sido testigo de un vil asesinato, pero seguido entristecí por su vida truncada como la de miles de dominicanos que cayeron abatidos por las balas de los malditos policías que asesinaban sin piedad. No me pude contener y lloré, debí sentarme en la acera de la calle a dar riendas sueltas a mi dolor. Lloré y no pude parar por mucho rato hasta que ya caía la noche y tuve que regresar a la casa. Me paré y emprendí camino a la casa jugando de nuevo mi papel del cobarde que prefiere callar antes de actuar.

Al entrar a la casa escuché a mamá cantando una canción de Javier Solís en la cocina, fui por ella para contarle lo del joven que había visto, con mis palabras pude apreciar la palidez de su rostro, el temor de años de opresión y la odié en aquel momento sin entender no hasta ahora por lo que había vivido tras muchos años de opresión. Seguido cambió el tema y me pidió que fuera a buscar a mi padre que estaba en la sala viendo la tele, la cena ya estaba lista. Papá era un hombre de pocas palabras, cualquiera hubiese dicho que era mudo, estaba sentado en su mueble viendo como el dictador enano daba un discurso de campaña a toda la nación y prometía reestablecer el orden perdido y hacer valer de nuevo las buenas costumbres que en sus años de tirano imperaban. Sonaron los vítores y el maldito slogan que todavía odio:"Y vuelve y vuelve". Papá apagó la tele sin hacer comentario, busqué su cuerpo y le abracé como nunca lo había hecho antes, como nunca lo hice después. Caminamos abrazados hasta el comedor, el rico olor de los platos humeantes nos hizo volver a la realidad, nos hizo por un momento olvidar.


Rafael Rodríguez Torres

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