Angelina...
Las seis y treinta aeme, me amanece en la autopista bañada de niebla, la radio molesta, es uno de esos días que no existe canción alguna que te reconforte. La carretera desierta facilita el rápido avance de mi vehículo. Bajo los cristales, respiro la mañana, huele a yerba mojada, el sol me regala una sonrisa.
Cruzo por un poblado llamado Cenoví, me golpean una hilera de casuchas, negocios destartalados, "Cervezas bien frías" reza un letrero, no miro atrás. Pronto llego a Jima, otra secuencia de casas que por la velocidad que llevo no logro distinguir una de otra. El sol sigue mis pasos, mi destino aún está lejos. Paro en un lugar de nombre Fantino en honor a un cura jesuita de origen italiano. Pueblo de calles disparejas, de gentes que te indican direcciones con un:"Eso es para arriba, eso es para abajo". Maldición, todo es llano!, cómo me oriento?. Visito clientes escépticos, desconfiados; cuyo único aval es su palabra. A media mañana me despido del desorden de vendedores ambulantes en motocicletas, de mujeres paradas en las esquinas comentando alguno que otro chisme. Sigo el camino que me lleva a un poblado llamado Las Guaranas, entré y salí sin darme cuenta, un letrero indicaba San Francisco de Macorís a 40 kms de distancia.
Llegué a una comunidad dedica al cultivo de arroz, así decía el letrero que me daba la bienvenida, Angelina. Apenas piso la calle principal(y única) y supe que allí me quería quedar. Estaciono en una plaza de bancas desoladas, de árboles secos por el tiempo. Un cortejo fúnebre se acerca; curioso me uno a los deudos, la viuda me cuenta entre llantos: Ayer, a eso de las dos y media, que ella se lo había soñado, que debió jugar sus números en la lotería, que un compadre le dijo, la abrazo, me corren lágrimas que se confunden con las suyas, que me quede a comer, una pradera muy verde con un oasis de árboles frondosos a lo lejos me llama la atención, cruza una verja de alambres, la escucho gritar:"No me dejes!, no, tú no, ven". El cortejo no puede esperar, no se despiden. El sol ya quema mi piel, regreso al auto y sigo camino pero mi mente se queda pastando en el verde paisaje de la pradera con un entierro cada mañana, con una viuda por día en mis brazos. Una luz verde y las bocinas que desesperan me vuelven de golpe a la realidad, acelero, ya estoy en San Francisco de Macorís. Dilapido horas entre clientes y calles abarrotadas de vehículos. De a poco se muere la tarde, no he podido vender un carajo pero en realidad no me importa, a lo mejor y regreso mañana, seguro me va peor. Regresaré esperando sentir la misma sensación que tuve hoy en el camino, regresaré todos los días hasta que al fin pueda lanzar por la ventanilla del auto la corbata y ya no tenga que regresar.
Rafael Rodríguez Torres
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